Monday, April 02, 2007


La mojarra



Para Ricardo era un viaje más. Su trabajo lo mantenía constantemente en el aire. Visitaba paraísos tropicales e infiernos desérticos por igual. En esta ocasión, un pueblo en el Estado de México, tan desconocido que nunca aprendió su nombre; al llegar al aeropuerto de Toluca le mostró un papel al taxista y este lo dejó en el único hotel del poblado, donde no habitaban más de trescientas personas y los atractivos turísticos eran inexistentes.

Llegó por la tarde e inmediatamente después de registrarse tomo una siesta que se prolongó hasta la mañana siguiente. Se reunió con sus trabajadores, fueron al sitio de construcción y trabajó hasta caer el sol. Agotados los hombres se despidieron, y cada cual fue por su lado a buscar comida. Ricardo estaba cansado de comer tacos de carne asada y quesadillas sin queso, que era todo lo que había encontrado a la hora del desayuno y la comida, así que se propuso encontrar algo diferente para la cena. Caminó largo rato por las calles sin encanto del pueblo, era viejo y triste, opaco. Las personas no sonreían pero tampoco eran hostiles, parecía que nada les molestaba ni les causaba placer. Se sintió sólo y extrañó más que nunca a su esposa e hija que lo esperaban en casa.

A punto de desistir y regresar al puesto de tacos que había afuera del hotel vio a una niña vendiendo flores de papel. Una a una les daba forma, primero el tallo luego los pétalos; de un morral sacaba una botella de cristal cortado, aplicaba un poco del aroma dulce que contenía y la depositaba en una canasta. Pedía cinco pesos por cada una. Ricardo se acercó y le compró diez, la niña le recordaba a su hija y sintió pena de verla trabajando y fuera de su casa a esas horas de la noche. Siguió su camino y, doblando la esquina, vio un pequeño restaurante de nombre "La mojarra". Sin demorarse fue a él, esperaba encontrar comida que pudiera comer con tenedor y cuchillo.

Una vez dentro vió que era un lugar acogedor. Las mesas y sillas todas de madera pesada, con detalles artesanales y algo de herrería. Los manteles blancos impecables, con orillas bordadas en color rojo. Las paredes estaban llenas de fotos antiguas; sabia que el pueblo tenia cerca de cuatrocientos años de existir, la taza de población crecía casi de manera indetectable.

El menú era impresionante. Camarones a la diabla, pescado zarandeado, filete de lenguado en salsa de almendras, ensalada roquefort, sopa de cebolla…y salmón en salsa de tamarindo. Adoraba el salmón, y en salsa de tamarindo nunca lo había probado así que una vez que lo detectó cerró el menú y llamó al mesero. De la cocina salían sonidos variados, música de la radio, platicas entre el mesero y la cocinera, cuchillos chocando con la tabla de picar, ajo tronando en el aceite.

El mesero, que se llamaba Roberto, no dejaba de llevar delicadezas a la mesa. Queso de cabra con cilantro y nuez acompañado de pan caliente, hongos al ajillo con chile de árbol, crema de aguacate, taquitos de atún. A estaba encantado, se sentía dichoso de haber encontrado ese lugar y le impresionaba la calidad de los alimentos y el servicio. La servilleta de tela estaba doblada en forma de abanico, y cuando pidió agua se la trajeron con una delgada rebanada de manzana verde adentro; todo era un placer al paladar y a la vista.

De postre un flan de limón y café de grano recién molido. Doscientos cincuenta pesos después Ricardo se encontraba satisfecho mas allá de sus expectativas, pidió a la dueña sus datos para recomendarlos a sus amistades, Doña Cecilia se los dio con mucho gusto. Se retiró su hotel y durmió como bebe.

A las primeras horas del día, Ricardo se dirigía a “La Mojarra” saboreando anticipadamente los manjares que le esperaban. Recorrió sin dudar calles hasta llegar a la esquina de la niña de las flores, no la vio por ningún lado. Dobló a la izquierda esperando encontrar el restaurante pero no estaba ahí. Confundido preguntó a varias personas sobre el lugar pero nadie sabia nada de “ La mojarra”. Siguió recorriendo el pueblo y regresaba cada vez al mismo punto sin éxito. Con cada vuelta su confusión crecía pues por mas que preguntaba nadie conocía el lugar, personas que habían vivido en el pueblo toda su vida decían desconocer el restaurante. En este pueblo solo hay tacos, decían, siempre ha sido así.

Su vuelo salía esa noche, tendría que quedarse con la duda.

En el avión no dejaba de pensar en lo ocurrido, tenia la sensación de haber estado en una dimensión alterna. Dejó su mente vagar por las posibles explicaciones de tan extraño suceso: podría haber atravesado un portal a otro mundo sin saberlo, y esas personas podrían haber sido entes espirituales que se divertían haciéndolo creer que comía salmón en salsa de tamarindo; o quizá los hongos de las quesadillas sin queso eran alucinógenos, y todo había sido producto de su imaginación. De golpe le vino el recuerdo del papel que Doña Cecilia le había dado. Busco en sus papeles con el corazón alterado y cuando lo vio sintió algo de miedo. Una vez en sus manos, se desvaneció lentamente. Un minuto después no había nada en su mano. Tomó doble dosis de pastillas para dormir, ya no quería buscar explicaciones.

Confusión aparte, la experiencia había sido placentera para Ricardo, y regresó a casa con una receta nueva para el salmón.

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