Monday, July 30, 2007


Las siete sillas


I
Hace muchos años, en una época de incertidumbre y temor, un hombre caminaba por el desierto cuando se encontró un gran árbol en medio de la nada. Sintió gran alegría al ver la copa frondosa invitándole al disfrutar de su sombra. El agotamiento le impidió ver que algo estaba fuera de lugar y se dejó caer en la arena bajo el asilo de las hojas. Transcurridos unos minutos empezó a cuestionarse como había llegado ese árbol ahí. Se le ocurrió que quizá alguien lo había plantado en ese lugar para brindarle refugio a los viajeros del desierto, pero descartó la idea al considerarla improbable, según sus cálculos, no había agua de donde se alimentaran sus raíces y el oasis mas cercano estaba a varios días de camino.

Mientras meditaba, el calor y el cansancio empezaron a vencerlo, sus ojos se fueron cerrando hasta que quedó profundamente dormido recargado en el tronco. Pasaron las horas. El sol inició su descenso. Bajo el brillo tenue de las primeras estrellas el árbol se transformó, tornándose de un blanco resplandeciente. Irradiaba un círculo de luz que se extendía infinito por el desierto nocturno, rasgando la negrura de la noche sin luna.

Cuando el hombre despertó, su asombro fue tanto que se alejó corriendo sin voltear atrás. Al poco tiempo, la luz se opacó.

Algunos días después, cuando llegó a su pueblo, contó la historia a todo aquel que prestara oídos.

Los sabios pronto se reunieron a conversar. Los más versados en literatura religiosa estaban especialmente excitados por la noticia. Los profetas habían anunciado la aparición del árbol luminoso siglos atrás. Un grupo partió al amanecer para confirmar el cumplimiento de la profecía.

Después de varios días de viaje llegaron al lugar donde se había descubierto el árbol pero no había nada ahí. Consternados se dedicaron a buscar algún rastro, pronto encontraron una nota que decía:

Aquí no ha existido mas que arena.

Abatidos, esa misma noches regresaron a su pueblo, decididos a esparcir la noticia por el mundo.

Mientras tanto en Roma, un mensajero se apresura al Vaticano. Lleva consigo una nota y la entrega a su destinatario. Este la abre y en sus labios se dibuja una sonrisa. Descuelga el teléfono y marca. La voz al otro lado del auricular pregunta: ¿Está todo arreglado? La puerta se cierra y la luna se alza.

II
Un concilio extraordinario es convocado en la santa sede .Los miembros del clero llegan de todas partes del mundo apresurados e inquietos por la urgencia del llamamiento. Se exigía absoluta discreción en su manera de viajar y se mantenía oculto el motivo de la reunión.

Doce horas después de emitida la convocatoria se daba por iniciado el concilio. La preocupación en el rostro de los presentes era evidente. El cardenal Alessandro tomó la palabra:
-Ocultar el árbol es absolutamente necesario. Empezará la búsqueda en cualquier momento. Los monjes de la montaña han sentido ya su presencia, saldrán del Tibet a buscarlo pues lo han esperado al igual que los Hopi y los Tarahumaras. Esparcidos por el mundo hay más que conocen la verdad y esperan el surgimiento del árbol blanco, símbolo universal de la unión del cielo y la tierra. Debemos comprender el poder del árbol, la revelación contenida en él. Solo podemos intentar esconderlo, pero desconocemos incluso si esto será posible.

La máxima autoridad de la Iglesia hizo una señal, un silencio pesado como el plomo cayó sobre la habitación.
-El árbol debe ser destruido de inmediato. Nuestros antepasados ignoraron la profecía, ahora el asunto está en nuestras manos. El fuego se encargará de ello, guardaremos sus cenizas aquí mismo. Si los rumores del árbol salen a la luz tendremos una historia preparada.
-Con todo respeto Su Santidad, me opongo a esa idea. El árbol es sagrado, debemos protegerlo y usarlo para nuestro beneficio.
-Está escrito, el árbol marca el final de una era, la disolución de todas las religiones y el surgimiento de un culto universal a la naturaleza, el hombre conocerá la verdad, no sentirá miedo de un Dios que lo juzga y descubrirá que no necesita intermediarios para comunicarse con El. No podemos dejar que eso suceda, sería el fin de nuestra institución. La profecía dice: El árbol simboliza la unión de lo divino con lo terrenal. Si algún día ves un árbol de luz cierra los ojos y escúchalo. Solo nosotros debemos escuchar, y después quemarlo para que nadie más lo haga.
-Señor, siento un gran peso sobre mi pecho. Si la noticia del árbol saliera a la luz y la gente escuchara su mensaje nuestro poder se vería reducido a la nada. Los feligreses dejarían de asistir a la Iglesia y esta perdería la razón de existir, también con ello desaparecería nuestra solvencia económica y después poco a poco las riquezas del Vaticano. Mas no sabemos que consecuencias traerá quemar la madera divina.-Alessandro guardó silencio un momento antes de continuar, la duda lo consumía.-Sin embargo su santidad-dijo casi susurrando- las medidas deben ser drásticas. Se me ocurre otra solución, si me permite decírsela en privado.
-Sígueme, hijo mío.- Y dicho esto se alejaron del resto del clero.

La sesión se dio por terminada. Los clérigos regresaron esa misma noche a sus hogares sin saber cual sería el futuro del árbol. La decisión final se tomó a puerta cerrada. Algunos iban temerosos del futuro pero la mayoría tenía confianza en las decisiones tomadas por el sumo Pontífice.

En Roma, por otro lado, el Cardenal Alessandro pasó la noche en vela. El secreto atormentaba su alma. A partir de ese momento perdió el privilegio del sueño.

La mañana siguiente se presentó un carpintero en la Basílica de San Pedro. El Cardenal lo llevó por pasadizos subterráneos y después descendieron a una bodega iluminada solo por algunas velas. Abrió las ventanas de la parte alta de la bodega y la habitación se llenó de luz, esperó un minuto y quitó el manto rojo que cubría el árbol. Después dio instrucciones al carpintero quien las escuchó con atención. Debía tratar con cuidado extremo la madera y hacer con ella siete sillas, depositar las hojas en una vasija de porcelana y trabajar solo a la luz del día. Se le prohibió hablar palabra alguna sobre su encargo y él obedeció. Nunca sospechó que sería su último trabajo, menos aun que serían sus últimos días.

III
Las siete sillas construidas del árbol sagrado fueron enviadas a diferentes Iglesias alrededor del mundo. La quinta terminó en Francia. Llegaron con instrucciones de ser almacenadas en un lugar fresco, envueltas siempre en el forro en el que llegaron y reservadas exclusivamente para las visitas papales. Pero siempre sucede, y sobre todo en estos casos, que alguien no escucha las instrucciones, y las cosas se complican de manera inesperada.

La monja Adeline buscaba en el ático del monasterio de Carcassone una silla para reemplazar la que el monje Mitchel había roto. De entre todas las sillas que esperaban ser usadas Adeline se sintió atraída por la más inaccesible. Detrás de un chiffonier viejo, una mesa con tres patas y un armario desgastado se encontraba algo que podía ser un asiento forrado en terciopelo color rojo. Requirió de un gran esfuerzo llegar a él y una vez frente a su objetivo quitó el forro y se encontró con una silla exquisitamente construida, de una madera que no le era familiar. -Esta se ve fuerte y maciza! No cederá a la enorme y pesada “santidad” de monsieur Mitchel.- Se dijo en voz alta.
Quiso moverla pero era muy pesada. Lo intentó un par de veces más hasta que cayó agotada en ella. Se quedó unos segundos a recuperar su aliento cuando notó que la silla cambiaba de color, tornándose blanca y luminosa, luego empezó a elevarse con tal rapidez que no alcanzó a brincar, se sujeto fuerte de los brazos de madera y empezó a rezar cuanta oración le venia a la cabeza.

La silla salió del ático, ganando altura con cada segundo que pasaba, hasta que se elevó por encima de la Iglesia del monasterio, las aves y las nubes.

Adeline, sin podérselo explicar, dejó de sentir miedo y empezó a sentir una paz enorme. La silla, con todo y monja, se dirigió hacia el desierto de Palestina, siguiendo una trayectoria en línea recta sin descanso.

Horas, días o siglos después, la monja Adeline descendía de su vuelo. No intentaba racionalizar lo que sucedía pues iba más allá de su entendimiento. En el desierto, alrededor de una luz blanca que salía de la arena, se encontraban seis sillas idénticas a la de ella, ocupadas cada una por una persona de diferente raza, color y nacionalidad. Estaban todos atentos a la luz, no se hablaban entre si. La silla de Adeline llegó a completar el círculo, y el rayo se volvió aun más luminoso. A lo lejos se distinguían cientos de personas caminando hacia la luz. Adeline cerró los ojos e intentó escuchar la voz de su interior. Al igual que los demás, la madera habló a través de ella.

Esa noche el mundo recibió un mensaje y las cosas cambiaron para siempre. Cesaron las guerras, incluso las ideológicas. La humanidad sintió por primera vez en conjunto su unidad con el Todo. La hermandad llegó a cada rincón de la tierra. Se comprendió la divinidad de la naturaleza y la del hombre como parte de ella. Aunque intentaron esconderlo, el árbol entregó su mensaje.

El velo cederá ante la luz, cerremos los ojos para ver.